Tōru Takemitsu (武満 徹) se desplazaba constantemente al extranjero, entablando un fructífero diálogo intercultural y sirviendo de puente entre Japón y Occidente. 26 años desde su fallecimiento, el interés por su obra sigue extendiéndose, algo solo al alcance de uno de nuestros “Grandes compositores del audiovisual”.
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Nacido en Tokio en 1930 su interés por la música se comenzó al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 15 años. Un día, tras una dura jornada de trabajo de las que realizaban los jóvenes japoneses, movilizados para suplir la falta de mano de obra en las fábricas, escuchó por casualidad Parlez moi d’amour (1930). Aquella canción y sus sonidos fueron suficientes para desear dedicar su vida a la música. Las cadencia de la voz de Lucienne Boyer se introdujo dulcemente de aquel chico que solo había conocido el brutal estruendo de las bombas y los cánticos militares.
Ya en la posguerra, el joven Takemitsu se inició en la composición sin apenas ayuda de nadie. Su hogar quedó destruido dos veces por los bombardeos y, lógicamente, su familia no podía permitirse comprar un piano. Así pues, el joven llevaba siempre un teclado que él mismo se había hecho sobre un papel. Su fantasía hacía el resto e imaginaba los sonidos de aquel mudo teclado. En aquellos años el mundo de la música en Japón continuaba bajo el influjo de Yamada Kōsaku y otros precursores de la música alemana. Pero Takemitsu sentía que aquella música no era de su agrado y se acercó a la obra de dos músicos: Kiyose Yasuji y Hayasaka Fumio, que exploraban formas expresivas más propiamente japonesas. Sin embargo, la reivindicación expresa que estos hacían de lo japonés en sus obras también despertaba recelos en Takemitsu porque para él en el arte no había occidente ni oriente.
Takemitsu debutó como compositor a los 20 años con Futatsu no rento (Lento in due movimenti, 1950), pero la obra, demasiado innovadora por la forma en que estaba compuesta y por sus resonancias, no fue bien acogida por la crítica. Pero Takemitsu tuvo la suerte de cruzar su camino con el poeta surrealista y crítico de arte Takiguchi Shūzō. Junto a los jóvenes que se habían congregado alrededor de este, Takemitsu formó un grupo llamado Jikken Kōbō (“Taller experimental”), que abarcaba la música y otras expresiones artísticas y literarias. Bajo la bandera del experimentalismo y lo contemporáneo, el grupo organizó conciertos en los que la música se fundía con el arte. Siguiendo este camino, Takemitsu probó suerte en otros muchos campos como escribir ensayos además de la música.
En 1953, Takemitsu contrajo una grave tuberculosis que lo obligó a abandonar toda actividad. Fue entonces cuando el crítico musical Akiyama Kuniharu, uno de sus compañeros de Jikken Kōbō, le propuso componer una pieza para orquesta. Takemitsu aceptó la petición y compuso Gengaku no tame no rekuiemu (“Réquiem para instrumentos de cuerda”), que una vez terminado años después dedicó a su admirado Hayasaka que había muerto en 1955, a los 41 años, a consecuencia precisamente de una tuberculosis. Takemitsu completó su obra en 1957, a los 27 años. La suerte comenzó a sonreírle al joven músico dos años después, en 1959, cuando un nuevo medicamento le permitió curar su enfermedad. Igor Stravinsky, que visitó Japón en aquella época, oyó por casualidad la pieza y se sintió impresionado por su fuerza. En tono elogioso, se extrañó de que una música tan “rigurosa” pudiera salir de un hombre tan menudo. Las palabras del famoso músico ruso surtieron un efecto inesperado y le abrieron al japonés las puertas del éxito mundial.
Cuando el mundo musical japonés empezaba a mostrar una clara tendencia a imitar lo occidental, Occidente puso sus ojos en Oriente. Takemitsu aspiraba a disfrutar de una contemporaneidad en la que todos los artistas del mundo, al margen de cuál fuera su lugar de procedencia, dialogasen, se conocieran y pusieran en común pensamientos y emociones. Así, aprovechando este ambiente de gran receptividad hacia lo oriental en los eventos musicales internacionales organizados en Occidente, Takemitsu pasó a ser uno de los músicos más frecuentemente invitados a participar en ellos. Cuando le preguntaron cuál había sido su secreto para, de forma tan inesperada, haberse convertido en un compositor tan solicitado en el extranjero, él respondió entre risas: “¡nunca me desespero! Cuanto peor sea la situación, mayor es la cantidad de esperanza que hay que poner en juego”. Esta sencillez con la que afrontaba su vida fue, sin duda, una de las razones por las que siempre fue muy querido allá donde iba.
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En años posteriores, en que compuso principalmente para instrumentos occidentales, el estilo de Takemitsu evolucionó de aquellas formas “rigurosas” hacia una suave armonía. Fue una época de intensa actividad profesional. Si bien su vida estaba en Japón, se desplazaba continuamente al extranjero, entablando un fructífero diálogo intercultural y sirviendo de puente entre Japón y Occidente. Y no solo compuso: organizó también eventos musicales en Japón, a los que invitaba a artistas extranjeros, y en el extranjero, presentaba a japoneses, convirtiéndose en un inmejorable embajador cultural. Para algunos, la música de Takemitsu es difícil de entender. Muchos intérpretes extranjeros dicen que en su música sienten lo japonés debido a su delicadeza y conexión con los sonidos de la naturaleza, pero el compositor entendía que la visión del mundo que subyacía en sus obras podía ser compartida también en el extranjero y así lo hacía saber en sus títulos. Por ejemplo, Yume miru ame (Rain Dreaming) tiene su origen en la cultura de los aborígenes australianos, Tori ga michi ni orite kita proviene del título del poema de Emily Dickinson «A Bird, came down a Walk», y Tōi sakebigoe no kanata e! de la frase “far calls, coming, far” que aparece en una novela de James Joyce, sin olvidar Nostalgia, que nos dirige directamente a una de las películas de Andréi Tarkovski. Por el contrario, sería difícil encontrar un solo título propiamente japonés.
En sus últimos años, Takemitsu escribió que quería nadar en un mar sin estes ni oestes. Fuente de vida y símbolo de la muerte y de la resurrección, el mar era uno de sus temas. Escribió melodías que discurren lentas y serenas, con bellos acordes que recuerdan la naturaleza con su viento, su luz y sus pájaros, músicas en las que resuena lo que Takemitsu llamaba “el mar de la armonía”. Intercaladas en sus piezas hay también resonancias afiladas e inquietantes, pero al final el telón siempre encontramos ecos luminosos de una delicadeza extrema. Así son esas obras de Takemitsu que siguen interpretándose en las salas de música de todo el mundo con parecida frecuencia a la de los clásicos, algo infrecuente en la música contemporánea, en la que la muerte del compositor suele acarrear la salida de sus obras de los programas musicales.
En las obras de Takemitsu son identificables muchos elementos por los que el autor sentía preferencia, una variedad en la que además de clásicos como Bach, encontramos confluencias con Debussy, con el jazz, con el pop, o con contemporáneos como John Cage. Takemitsu adoraba a los Beatles e hizo arreglos para guitarra de algunas de las canciones del grupo, un feliz encuentro entre la música clásica y la contemporánea. Evidentemente tampoco podemos olvidar sus bandas sonoras. Takemitsu puso sonido y música a muchos grandes títulos de la historia del cine, un trabajo que ha sido altamente valorado. Incluso han llegado a organizarse ciclos de películas bajo el común denominador de su música. En total, fueron cerca de un centenar de películas, entre ellas títulos tan destacados como Kaidan (Kwaidan) y Seppuku (Harakiri) de Masaki Kobayashi, Suna no onna (La mujer de arena) y Tanin no kao (La cara de otro / El rostro ajeno) de Hiroshi Teshigahara, Kawaita hana (Pale Flower / Withered Flower) y Hanaregoze Orin (La balada de Orin) de S Masahiro Shinoda, Do desu ka den (Dodes’ka-den) y Ran de Akira Kurosawa, o Raising Sun (Sol Naciente) de Philip Kaufman, todas las cuales despertaron gran expectación por lo vanguardista y esmerado de su trabajo.
También las generaciones que no conocieron a Takemitsu en vida están muy influenciadas por su obra. Muchos artistas han encontrado inspiración en él. La escritora Mariko Asabuki la encontró en sus palabras, y el grupo Noism, dirigido por el internacionalmente famoso bailarín Kanamori Jō, en sus piezas para música gagaku. Han transcurrido 26 años desde su fallecimiento y el interés por su obra sigue extendiéndose por los más variados campos. Esta vigencia solo está al alcance de los más grandes compositores.
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NOTA: Quiero agradecer esta entrada a Juan Ramón Hernández, que continúa ampliando como firma invitada nuestros contenidos relacionados con el mundo de las bandas sonoras.
Esperamos que gracias a estas entradas os animéis a descubrir fantásticas bandas sonoras y a sus respectivos compositores.
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